Foto por kohanart (mi otro yo)
Había una vez un Rey que no quería ser Rey. Gobernaba con sabiduría, la gente lo amaba, su reinado bajo su corona había sido próspero, nadie odiaba al Rey.
Cuando el peso de sus obligaciones se lo permitía daba largos paseos a caballo por sus bosques, le encantaba perderse entre las montañas, descansar en frente de algún lago, descubrir algún sendero, escribir algún soneto. Especialmente gustaba de observar a los campesinos cuidar sus tierras con las mismas manos con las que él rozaba la suave piel de alguna doncella. Le gustaba enterrar las manos en la tierra húmeda, sentirla y amasarla en su puño, cerrando la mano y dejando resbalar la tierra entre sus dedos. Pero sobre todas las cosas le encantaba el silencio de los bosques, que era un silencio vivo en realidad.
Alejado de la gente, los sabios y las espadas se sentaba en alguna orilla y contemplaba ese encuentro sinuoso entre el viento y el agua, durante horas…
Pero las obligaciones mandaban y el Rey cumplía diligentemente, vio crecer sus territorios a lo largo del tiempo, y cuando no estaba batallando, se hallaba negociando algún acuerdo importante en los confines del reino, o en interminables celebraciones, recepciones y otras maravillas de las que el Rey gustaba a veces, otras se cansaba, pero como era el Rey, debía cumplir.
Amaban al Rey, por su sabiduría, su fortaleza e inteligencia en combate, y su natural sentido de la justicia.
Pero el Rey no quería ser Rey.
Cada invierno, cubierto de pieles y víveres se alejaba a las cuevas, a lo alto de la cordillera que limitaba su reino al norte, y pasaba cuantos días podía cazando, contemplando el lago helado en infinitas calmas, (no dejaba de asombrarse ante la inteligencia del frío, que encajaba sus piezas en el lago con imbatible precisión) y las hogueras eran para el como un hechizo de paz, pues cuantas más horas y tormentas contemplaba el fuego al amparo de alguna cueva, mejor se sentía.
El Rey no podía dejar durante mucho tiempo sus reales obligaciones, con el tiempo le pareció que su reino era como un niño desamparado, incapaz de alimentarse o tomar las decisiones correctas por si mismo, así el Rey se esforzaba por educar a sus súbditos en la sabiduría y la justicia con la paciencia con la que se educa a un niño.
El Rey quería seguir sin ser Rey, sin embargo algo lo obligaba, algo que ni los puñados de tierra húmeda ni las horas frente al fuego solitario podían borrar de su ser: había nacido Rey, y aunque fuese en alguna lejana cueva del norte, moriría Rey, no era su papel el de elegir, sino el de gobernar, aunque cada vez más el Rey entristecía, pues nadie le había preguntado nunca si quería ser Rey.
“Quizás, si tuviera descendencia podría dejar a mi hijo a cargo de el reino”, pensó, pero después se dio cuenta que su hijo gustaría seguramente de atravesar los bosques con su caballo y de amasar la tierra húmeda, así que no sería justo castigar a su propia descendencia con un el peso de semejante responsabilidad vitalicia. Entonces, el Rey decidió nunca conocer el calor de un príncipe de su carne.
Y los años y las barbas crecieron, y el reino se expandió más y más, la gente era aun más feliz y querían más a su Rey, día a día más fuerte, más sabio, más amado. Aun así, el Rey seguía sin querer ser Rey, le gustaba escapar de su castillo, como cada primavera, que permanecía asombrado, con los ojos bien abiertos ante el espectáculo de los colores y las flores que aparecían donde antes había blanca y helada estepa. Nunca entendió, ni quiso saber como tal obra de perfección podía renovarse cada año. Pero debía abandonar los prados y los colores casi todo el tiempo, por la espada y la ley. Su reino al ser cada vez más próspero crecía y crecía, como sus enemigos en fronteras cada vez más amplias, y como las responsabilidades de los tiempos de paz, que no eran pocas.
Pasaron más años y barbas, la mirada del Rey empezó a estar cansada, y a pesar de las victorias, las infinitas noches de celebraciones, doncellas y otras maravillas, el rey gustaba de pisar las hojas secas en otoño, cada crujido de cada hoja bajo sus pies descalzos le producía más placer que cualquier tesoro o conquista, después de haber saboreado el rojo de la sangre de sus enemigos, el del rubor de las tiernas y dispuestas damas, no había otro rojo como el del otoño en sus bosques. Cabalgaba entre los árboles a galope, y por gracia de la velocidad y el movimiento del caballo, los ocres, amarillos y rojos de las hojas se le hacían como el fuego en sus hogeras de invierno, entonces su mirada se iluminaba.
Un día el Rey salió de su castillo veloz con su caballo, y nunca volvió.
Y fue tanto el amor, el coraje y la sabiduría que había inculcado a todos sus súbditos, desde los campesinos hasta los sabios consejeros, que el reino nunca cayó, es más, creció, y ya nunca más fue como un niño.
El reino florecía como las primaveras, ardía como un fuego único en la tormenta ante los ejércitos enemigos, estudiaba y contemplaba su propia sabiduría con la frialdad y perfección con la que el hielo durante los inviernos se encajaba en los lagos helados, renovaba su belleza, su arte, sus cantos y su cultura con la misma belleza con que las hojas del otoño cambiaban, sentía su vida como un puñado de tierra húmeda entre los dedos.
Todo porque una vez hubo un Rey,
que nunca quiso ser Rey.
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