Pensé en mi corazón como en el corcho de este vino capaz de aguantar durante siglos aromas prohibidos, sabores que año tras año se re-nacen antaños, día tras día se harían mejores, valientes y finos, pero sólo se conservaría con lo húmedo de su propio liquido, su propio alimento. De otra forma se agrietaría, el tiempo provocaría hendiduras minúsculas, pero miles, capaces de agriar su propia vida.
No puede pues dejar pasar a través de él la vergüenza del aire, el verdugo del oxígeno.
Curiosa textura la del corcho, se abre acribillándolo de filos, y tras apartar el frío puñal (que irónicamente es quien le dará la vida) queda una leve marca, que se cierra visiblemente, pero que invisiblemente mata el líquido, su sabor.
Mi corazón, como los corchos rebozó fidelidad:
cada corcho sirvió a un sólo vino, cada vino sirvió a una sola noche
después de años y añadas, después de frutas y paciencias prendadas.
¿Seré corcho o seré vino? O será al final Todo su sabor: lo prohibido.
¿Seré quizás el espacio vacío que hay entre el corcho y su miel, del que todo depende?
La peor pesadilla de este vino: ser abierto por un paladar inexperto.
Terror cumplido:
me abrieron impulsivos,
me hirieron,
vomitaron lo afrutado,
rieron mis resacas sin sentido
quedó mi sabor
ausente
en el olvido
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